El hombre que, con ¡Indignaos!, ha inspirado a millones de personas nació en Berlín en 1917, hijo de Franz y Helen Hessel. Ambos formaron con Henri-Pierre Rocher el célebre trío que retrató Truffaut en Jules et Jim. Creció en París, donde conoció a Walter Benjamin, amigo íntimo de su padre, y estudió con el filósofo Alexandre Kojeve. Francés desde 1937, durante la Segunda Guerra Mundial se unió a la Resistencia contra la invasión alemana, motivo por el que en 1944 fue detenido y deportado a Buchenwald, de donde consiguió salir con vida tras intercambiar su identidad con la de un preso ya fallecido. En 1948 participó en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Es el único de los ponentes que sigue vivo. Su carrera diplomática le llevó a la Indochina francesa, Argel, Ginebra. Disfrutó de la confianza de François Mitterand, que le nombró mediador interministerial, y conoció a Pablo Picasso, Max Ernst, Charles de Gaulle y Nelson Mandela. La publicación de ¡Indignaos! - y su continuación, ¡Comprometeos!, ambos en Destino- han puesto de actualidad su figura, la de un testigo de primera fila del siglo XX cuyo ejemplo sirve de inspiración al XXI.
El hombre que, con ¡Indignaos!, inspiró a millones de personas nació en Berlín en octubre de 1917, hijo de dos espíritus libres, el escritor de origen judío Franz Hessel y la pintora Hélène Grund. Ambos formaron con Henri-Pierre Rocher el célebre trío que retrató Truffaut en Jules et Jim.
Creció y se formó en París, desde donde, en 1941, viajó a Londres para unirse a la Resistencia del general De Gaulle contra la invasión nazi. Detenido y brutalmente interrogado por la Gestapo, fue deportado al campo de exterminio de Buchenwald, del que logró salir tras intercambiar su identidad con la de un preso ya fallecido.
Tras la segunda guerra mundial, en 1948, participó en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, e inició una carrera diplomática que le llevó a la Indochina francesa, Argel y Ginebra, y asumió tareas de mediador en situaciones extremas, como en Burundi en 1994, en vísperas del genocidio en la vecina Ruanda. Una dilatada labor reconocida en 1981 con la dignidad de embajador de Francia.
Estas memorias, escritas con una sinceridad que emociona, pero siempre con pudor, desvelan a un personaje de convicciones profundas y corazón generoso, de elevada estatura moral, y convierten su testimonio en un verdadero baile con el siglo XX. Un baile que concluye con una pregunta esperanzada, pero también inquietante: «¿Conocerán nuestras sociedades una nueva alba o un crepúsculo definitivo?».