Durante un largo viaje en tren, una mujer escribe a su madre la carta que le debía. Se propone revelarle todas sus desdichas, muchas de sus alegrías. Se propone sobre todo llevar a cabo la mayor ofrenda de amor de la que es capaz. El origen y el destino de tan largo viaje son un misterio. También el motivo. La escritura discurre y se acompasa al ritmo de la máquina, avanza o se detiene, se ralentiza o se acelera, cambia de dirección incluso dependiendo de las condiciones meteorológicas como si ellas también la condicionaran. Ambas, la narradora y la máquina, atraviesan parajes desolados unas veces, otras, espacios de estremecedora belleza. Escribe, dice, desde su fosa séptica, ese lugar en el que se acumulan los horrores, pero acuden la hermosura de las glicinias en su época de floración y los azules majorelle o aciano que pueblan su memoria, también la sencilla sonrisa que provoca cualquier película de Mario Moreno Cantinflas, para ir cumpliendo su función purificadora. Todo confluye en este soberbio relato de redención en el que hasta las ratas tienen nombre: lo repulsivo y lo maravilloso, el pasado y el p