Eran las once de la noche en Juan-les-Pins, cuando entré en mi cuarto del Hôtel Juana, escoltado por un botones nocturno, de esos que en los pequeños albergues de la Costa Azul, suelen ser franceses de nacimiento, y fingir un buen humor amenazante y falso. Había volado de Madrid a Niza en primera clase, a solas con una bella e incitante azafata, que lucía un pequeño anillo blasonado en el meñique.