KAFKA EN LA ORILLA

KAFKA EN LA ORILLA

24,00 €
IVA incluido
En stock
Editorial:
TUSQUETS EDITORES
Año de edición:
Materia
Narrativa extranjera
ISBN:
978-84-8310-356-2
Páginas:
592
Encuadernación:
CUARTO - RUSTICA
Colección:
ANDANZAS

Capítulo 1. Cuando me marché de casa, no sólo me llevé dinero en metálico del estudio de mi padre sin decir nada. También me llevé un pequeño y viejo encendedor de oro (me gustaba su diseño y lo mucho que pesaba) y una navaja plegable de acerado filo. Es para despellejar ciervos, noto un gran peso cuando la sostengo sobre la palma de la mano, la hoja medirá unos doce centímetros. Mi padre debió de comprarla durante algún viaje al extranjero. Y, claro, decido llevarme también una potente linterna que hay en un cajón de la mesa. Y también las gafas de sol, que me hacen falta para ocultar la edad. Unas Revo de un profundo azul celeste. Me pregunté si debía llevarme también el Rolex Oyster que tanto apreciaba mi padre, pero al final lo dejé correr. La belleza mecánica de ese reloj me fascinaba, pero no quería llamar la atención cargándome de forma innecesaria de objetos de valor. Por otra parte, desde un punto de vista práctico, me basta y me sobra con el Casio de plástico con alarma y cronómetro incorporados que uso habitualmente. De hecho, el Casio me será mucho más útil. Desisto y vuelvo a meter el Rolex en el cajón. Y, además, una fotografía donde aparecemos mi hermana mayor y yo, de niños, uno al lado del otro. Esta fotografía también se hallaba en el fondo del cajón del escritorio. Mi hermana y yo nos encontramos en la playa, sonreímos felices. Mi hermana está vuelta hacia un lado, una sombra oscura le cubre medio rostro. Por eso su sonriente faz aparece dividida en dos. Y, al igual que las máscaras de teatro griego que he visto a veces en las ilustraciones de los libros de texto, su rostro comprende dos significados superpuestos. La luz y la sombra. La esperanza y la desesperanza. La risa y la tristeza. La confianza y la soledad. Yo, por mi parte, miro al objetivo de frente, con naturalidad. Aparte de nosotros, no hay nadie más en la playa. Los dos vamos en traje de baño. Mi hermana lleva un bañador de una pieza con un dibujo de florecitas rojas y yo unas bermudas muy feas que me quedan demasiado grandes. Sostengo algo en la mano. Una especie de palo de plástico. Deshechas en blanca espuma, las olas nos bañan los pies. ¿Dónde y cuándo, quién nos debió de hacer esa fotografía? ¿Cómo es que yo tenía esa expresión de felicidad? ¿Cómo diablos podía parecer tan contento? ¿Cómo es que mi padre ha guardado únicamente esta fotografía? Todo esto es un enigma. Yo debo de tener tres años y mi hermana, nueve. ¿Tan bien nos llevábamos mi hermana y yo? No recuerdo en Pág. 1 de 6 absoluto haber ido con mi familia a la playa. Tampoco recuerdo haber ido a ningún otro lugar. En todo caso, no quería dejarla en manos de mi padre. Me meto la vieja fotografía en la cartera. No hay ninguna de mi madre. Al parecer, mi padre ha tirado todas las fotografías donde salía ella, todas, sin dejar ni una. Tras pensármelo un poco, decidí llevarme el teléfono móvil. Cuando mi padre se dé cuenta de que ha desaparecido, seguro que llamará a la compañía telefónica y se dará de baja. Y entonces no me será de ninguna utilidad. De todas formas, lo metí en la mochila. Y también el cargador de la batería. Total, no pesa gran cosa. En cuanto vea que el aparato no funciona, me bastará con tirarlo. Decido no meter en la mochila más que lo indispensable. Lo más difícil es elegir la ropa. ¿Cuántos juegos de ropa interior necesitaré? ¿Cuántos jerséis necesitaré? ¿Y cuántas camisas? ¿Y pantalones? ¿Y guantes? ¿Necesitaré bufanda? ¿Y pantalones cortos? ¿Y abrigo? En cuanto empiezo a pensar, no acabo. Pero hay algo que sí tengo claro. No quiero vagar por una tierra extraña con un fardo enorme a la espalda que proclame a los cuatro vientos que me he escapado de casa. Si lo hiciera, pronto llamaría la atención. Me pondrían bajo la custodia de la policía y en un santiamén me habrían enviado de vuelta a casa. O acabaría en manos de los tipejos menos recomendables de la zona. A un lugar frío es mejor no ir. Llego a esta conclusión. Sencillo, ¿verdad? Pues me voy a un lugar cálido. Así no necesitaré abrigo. Ni guantes. Al no tener que pensar en el frío, la ropa necesaria queda reducida a la mitad. Elegí prendas ligeras, fáciles de lavar, que se secaran deprisa y que abultaran lo menos posible, las plegué bien y las embutí en la mochila. Aparte de ropa: mi saco de dormir three-seasons, que se puede deshinchar y plegar bien, un neceser con los productos de aseo básicos, una capellina de plástico, cuaderno y lápices, un discman MD de Sony con el que se puede grabar, y unos diez discos compactos (la música es indispensable), pilas recargables de repuesto, ese tipo de cosas. Los cacharros para cocinar de acampada no los necesito. Pesan y ocupan demasiado espacio. La comida puedo comprarla en las tiendas que tienen abierto las veinticuatro horas. Me llevó mucho tiempo acortar la lista. Añadía una cosa, y otra, luego la borraba. Volvía a apuntar un montón de cosas, volvía a borrarlas. El día de mi decimoquinto cumpleaños es la fecha ideal para irme de casa. Antes es demasiado pronto y, después, tal vez sea ya demasiado tarde. Pensando en este día, durante los dos últimos años, tras ingresar en la escuela secundaria, me he dedicado a robustecer mi cuerpo de manera intensiva. Desde finales de Pág. 2 de 6 primaria practicaba el judo, y al empezar la secundaria no lo dejé del todo, pero no ingresé en el club de deporte de la escuela. En cuanto tenía un momento libre me iba a correr al campo de deportes, a nadar a la piscina o al gimnasio municipal a fortalecer mis músculos con aparatos. Allí, unos jóvenes monitores me enseñaron gratis la manera correcta de hacer flexiones y el uso de los aparatos. Cómo fortalecer al máximo cada músculo. Qué músculo se hace trabajar normalmente en la vida cotidiana y cuál puede moldearse sólo con el uso de aparatos. Ellos me enseñaron la manera correcta de hacer levantamiento de pesas. Por suerte, yo ya era alto de constitución y, gracias al ejercicio diario, mis hombros y mi pecho se ensancharon. Un desconocido me echaría, sin problema, unos diecisiete años. Porque si aparentara los quince que tengo, seguro que toparía con problemas adondequiera que fuese. Aparte de mi trato con los monitores del gimnasio y con la asistenta que venía a casa cada dos días, y dejando de lado las cuatro palabras indispensables que intercambiaba en la escuela, yo apenas hablaba con la gente. A mi padre hacía ya mucho tiempo que lo evitaba. A pesar de vivir en la misma casa, nuestros horarios eran completamente diferentes y, además, mi padre se pasaba el día encerrado en su taller, en un lugar separado. Y no hace falta decir que yo tenía siempre la precaución de no coincidir con él. Yo iba a una escuela privada adonde, por lo general, acudían hijos de familias de la clase alta o, como mínimo, adineradas. A no ser que lo hicieras muy mal, podías pasar directamente al bachillerato. Todos tenían una bonita dentadura, la ropa limpia, la conversación aburrida. Yo, por supuesto, no gozaba de grandes simpatías. Había l

Kafka Tamura se va de casa el día en que cumple quince años. Los motivos, si es que los hay, son las malas relaciones con su padre ?un famoso escultor convencido de que su hijo repetirá el aciago sino del Edipo de la tragedia clásica? y la sensación de vacío producida por la ausencia de su madre y su hermana, que se marcharon también cuando él era muy pequeño. Sus pasos le llevarán al sur del país, a Takamatsu, donde encontrará refugio en una peculiar biblioteca y conocerá a la misteriosa señora Saeki. Si sobre la vida de Kafka se cierne la tragedia (en el sentido clásico), sobre la de Satoru Nakata ya se ha abatido: de niño, durante la segunda guerra mundial, sufrió un extraño accidente del que salió con secuelas, sumido en una especie de olvido de sí, con dificultades para comunicarse... salvo con los gatos. A los sesenta años abandona Tokio y emprende un viaje que le conducirá también a la biblioteca de Takamatsu. Así, las vidas y destinos de los personajes se van entretejiendo en un curso inexorable que no atiende a razones ni voluntades. Pero, a veces, hasta los oráculos se equivocan.

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